domingo, 14 de julio de 2013

Pesadilla

No podía correr más, me pesaban las piernas. Parecía que llevaba botas de hierro. No avanzaba, no tenía final, era un pasillo oscuro con una luz al final. Me faltaba el aliento, me dolían los pulmones. Mi respiración era irregular, no podía llenar mis pulmones de aire, no se terminaban de llenar cuando necesitaba más, más más...mucho más aire. Me estaba asfixiando y no podía oxigenar lo suficiente para mantener el ritmo. Cada vez iba más despacio. Pero no podía parar, si paraba moriría. Miré hacia atrás y allí estaba. Avanzaba por las sobras como si fuese medio lobo comido por los gusanos, era más negro que la propia oscuridad. Con forme me iba alcanzando iba haciendo más frío. Lo podía oír avanzar, era como miles de gusanos arrastrándose por el suelo mientras se comen un cadáver. Sentía arcadas, me faltaba el aire y mi cansancio era tal que apenas podía separar los pies del suelo. Cada vez estaba más cerca, más cerca, más cerca. Sentí una lengua húmeda lamerme la cara. Allí estaba, en la pared, a mi lado. Había alargado la lengua, una lengua de unos veinte centímetros, hasta mi y me había saboreado. Sonreía, le divertía la caza y yo estaba en su terreno. Si aún vivía es porque hacía tiempo que no cazaba y necesitaba divertirse. Sentí como algo me pinchaba la pierna y comenzaba a introducirse en mi. Me lo arranqué de la pierna, un gusano negro estaba intentando hundirse en mi. Casi vomito de las arcadas, me levanté y seguí corriendo. No podía más, se escuchaba la risa de un maníaco a lo largo de todo el pasillo. Ese pasillo infinito y oscuro. ¿Oscuro? Aquella luz, si llegaba me salvaría, tenía que llegar a la luz. La luz. La luz. La luz. Dejé de pensar hasta que tomé consciencia de que la luz cada vez era más tenue, ya no alumbraba apenas, pero cada vez estaba más cerca. La ví, una antorcha en la pared. Aceleré sacando las pocas fuerzas que me quedaban. Llegué a la luz, era una antorcha. Una antorcha vieja. Pero era luz, podía ver a los miles de gusanos moverse en las sombras y a su dueño, al lobo de la muerte, con sus ojos más negros que la propia oscuridad de su cuerpo, puro odio, maldad, muerte. Lo mismo que me esperaba a mi si se apagaba la luz. Pero estaba cansada para poder pensar. Al cabo de unos minutos me quedé dormida, estaba tan cálida bajo aquella luz...

Me desperté sobresaltada por el frío. No, no, no, ¡NO! La antorcha se estaba apagando, no podía ser, iba a vivir. Tenía tanto por hacer, tanto que vivir...Maldita pesadilla, me iba a matar una pesadilla. Iba a morir en el mundo de los sueños. ¿Moriría también en mi cama? ¿O tan solo desaparecería? ¿Moriría mi alma allí mismo? Volví a oír como se arrastraban esos miles de gusanos, hacía muchísimo frío. Se condensaba mi aliento a mi alrededor. Se apagó la antorcha. Cerré los ojos lo más fuerte que pude. No oía nada. Lentamente los abrí y allí estaba, mirándome fijamente, a tres centímetros de mi rostro, el suyo. Ese rostro de pesadilla. Grité. Que curioso, lo único que pude pensar antes de que entrase en mi, fue en que no tenía voz, nadie me podía escuchar. Moriría sola.


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